Estaba desconectado del mundo, sentado en mi cómodo y viejo sillón de orejas, imbuido en mis personajes, cuando de repente sonó el timbre de la puerta.
--¡Riing!, ¡Riing!
La habitación en penumbra, y el jolgorio de los gorriones al volver a sus nidos, provocaban en mí una invitación a no moverme, a quedarme fundido con el sillón, un solocuerpo para toda la tarde, hasta la noche. Pero el timbre impertinente, volvió a sonar, y ahora con más insistencia.
--¡¡Riiiiing!!
Tenía dos opciones, o seguir allí sin hacer ni pajolero caso de aquel "ruidito" puñetero, o levantarme y abrir. No me apetecía abrir.
¿Hasta qué punto, ese dedo maldito e inquisidor, llegaría a probar mi paciencia, o la suya?
Yo seguía allí, impasible, deleitándome con el escándalo que armaban aquellos pajarillos, peleándose por un pequeño sitio en una delgada rama de aquel viejo ficus, testigo de tantas historias de mi juventud.
--¡¡¡Riiiiiiing!!!, ¡¡¡Riiiiiiing!!!
Otra vez. Yo no quería romper el frágil hilo que me mantenía unido, aun, a mi estado contemplativo, pero aquel “ring-ring” de las narices, estaba a punto.
Me concentré en el ruidoso aleteo de los pájaros.
La persiana, casi del todo bajada, y las cortinas echadas, hacían de mi despacho un perfecto Ultimo Reducto en el que la realidad y la ficción podían besarse e intercambiar fluidos.
Me concentré aún más en aquel aleteo de los pájaros, mientras aquellas pequeñas sombras correteaban arriba y abajo de sillón donde me encontraba y, de vez en cuando, me acariciaban la cara y mesaban cariñosamente mis cabellos. Por unos instantes, mis personajes anduvieron algo asustados por aquel timbre ruidoso y desaparecieron. Ahora ya, más calmados, regresa poco a poco. Teresa, la marquesa, paseaba en el cocherito leré, mientras releía una carta de su gato con botas, llamado Mambrú, que le escribía desde la guerra: “No sé cuando volveré, mi querida Teresa”, -decía Mambrú en su carta-, y ella, a ella misma se decía: “¿vendrá para la Pascua?, ¿será para Navidad?. Qué pena me da. No se cuando vendrá” -se lamentaba la marquesa. Y cogía su flauta, que le regaló su gato antes de partir, y se ponía a tocar su canción favorita "Do, Re, Mi, Do, Re, Fa", nota tras nota, una y otra vez, una y otra vez. Es que era lo único que sabía tocar. Así y todo, la marquesa no es que digamos, se aburriera mucho y todo el día se lo pasara pensando en Mambrú, cá, era una dama muy rica y, además de palacios y tierras, poseía tres magníficas ovejas en una cabaña, que le proporcionaban leche, lana y la mantenían toda la semana. Estas tres ovejas, a su vez, procedían, al parecer, de un gran rancho donde vivía una alegre rancherita que le hizo unos calzones a su novio, como los que usaba el ranchero (supongo que ese ranchero, sería su padre), una pieza única, ya que los empezaba de lana, y los terminaba de cuero.
Cuentan también que…
--¡¡¡¡Riiiiiiiiiing-riiing-riiing!!!! ¡¡¡¡Riiiiiiiiiiiiiiiing!!!! ¡Papaaaaa! ¡Quieres abrir!
¿De qué me sonaba a mí esa voz? Esa voz atravesó la puerta como si fuera de mantequilla. ¡Cómo no iba a responder a mi hija!
Me sonreí. Sentado en mi cómodo sillón de orejas, sonreí. Puse las manos sobre la parte delantera de los brazos del sillón y me incorporé. Las "sombras" supieron también reconocer aquella voz y comenzaron a corretear de alegría subiéndose por estanterías y rebotando por las paredes.
Ya junto a la puerta de la entrada, abrí.
--¿Qué, concentrado en tus cuentos?
--Sí, hija, sí.
--Me lo imaginaba. ¿No te acordabas que hoy hacía escala aquí y que venía a tu casa?
--No, ya me conoces. Anda, pasa, deja tus cosas en tu habitación, dúchate y luego salimos a cenar por ahí, que me han dicho que han abierto un chino nuevo...
--¡Papá!, si sabes que odio los chinos.
--¡Je, je!, por eso te lo digo. Venga, que invito yo.
--Vale, pero debería invitarte yo. Ya son dos veces las que...
--Deja, déjate de tonterías que para eso soy tu padre. Y, niña, a ver cuando va siendo hora de que lleves llave de casa.
--Ya te he dicho que no me gusta tener llave de casa ajena. ¿Para qué? ¿Para no usarla? ¿Y si entro y... estás en faena?... jeje.
--Te recuerdo que esta casa es un santuario. No por tu madre, sino por los recuerdos y las musas que corren por aquí. En todo caso estaría en casa de ella. Siempre es mejor estar en casa ajena y ser el invitado, porque por la mañana te preparan el desayuno y si da lugar... eh?
--¡Papá!
--Pero si ya sabes que son bromas mías.
--Bueno, me voy a duchar y, a cenar, pero después nos vamos a una terraza y ahí pago yo. Y no hay más que hablar.
--Ni mil palabras más.
--Ni una palabra más.
--¿Cuantos días te quedas?
--Tres. El Martes salgo para Túnez.
--¿Ves a tu madre?
--Hace dos meses que estuve en su casa.
--¿Y...?
--Nada, bien, normal. Ya sabes que ella y yo...nunca...
--Bueno, venga, vete a duchar ya, que al final se hace tarde y con estos calores.
--Vale, papi. Y ya que invitas, di tú el sitio, pero fresquito y amplio.
--A todo esto, no me has dado un beso.
--¡Muac! Ya sabes que no soy muy pródiga en besos.
--A ver si voy a tener que hacerte como cuando eras chica, que corría detrás de ti por toda la casa para darte un beso y un achuchón. Venga, venga, vete a la ducha. Mientras, meteré tu ropa sucia en la lavadora. Sácala de la maleta antes de irte al baño. La que llevas puesta déjala en el suelo fuera del baño.
...
(La noche, con dulzura, cogió al día de la mano y lo recostó entre sábanas de algodón)
Mientras metía la ropa sucia de mi hija en la lavadora, una pequeña sombra correteó detrás de mí para colarse bajo el frigorífico. Lástima, bajo los frigoríficos siempre hay pelusas de polvo. La inexperiencia, seguro. Seguro que era una "sombra" adolescente, si no, no se hubiera metido allí.
Carmela también, de vez en cuando, ve pequeñas "sombras" corretear juguetonas por la casa. Pero solo por mi casa, solo, cuando está en mi casa.