
Allí estaba él, en el último asiento del último vagón del último metro que circularía aquel día. Se encontraba sentado en aquel duro asiento, saboreando la amarga ambrosía de la soledad. Estaba solo. Él, consigo mismo, se acompañaba en aquel viaje rumbo a quién sabe donde.
Absorto, hipnotizado, miraba la oscuridad que golpeaba monótona en los cristales de la ventanilla que tenía enfrente, cuando de pronto, una inmensa luz penetró por todas las ventanillas del vagón, iluminando y dañando, atrozmente, su pupila.
Apenas podía entreabrir los párpados. Era tal la intensidad lumínica, que tuvo que protegerse con el antebrazo para ir poco a poco abriendo los ojos. Incluso así le era difícil. No podía.
Por un momento pensó en lo absurdo de la situación, en que aquello era incomprensible, sin pies ni cabeza, dadas las altas horas de la noche. En un segundo, nada más, pasaron por su cabeza todas las deducciones lógicas del mundo, para no encontrar explicación alguna a aquello que estaba pasando.
Aquella luz cegadora impertinente y canalla, maltrataba sus ojos cada vez que quería abrirlos para poder ver algo… ¡Algo!… Ver algo era lo que quería. Ver para poder dar sentido y explicación a aquella situación que, si bien no lo había asustado del todo, poco faltaba, pues la situación duraba incomprensiblemente más de lo que él quisiera.
Un fogonazo de alguno de los cables, un incendio en el túnel, un… un qué se yo, -pensaba él- porque no era una luz brillante, ni siquiera se reflejaba en ningún objeto metálico. Era una luz sedosa, suave, si es que se la pudiera dar tacto. Aquella luz envolvía rabiosamente todo. Parecía como si abrazara.
La verdad es que desde que empezó el fenómeno, no habían pasado ni diez segundo, pero parecía una eternidad. Parecía que el tiempo se había parado; como si alguien, caprichosamente, lo hubiera agarrado por el rabo en un macabro juego de vida y muerte.
Un silencio ensordecedor invadió la dimensión del momento. La Nada, como un todo, atravesó ingrávida por aquellas paredes de chapa de aquel vagón ahora inerte en la vía. Él, aún con el antebrazo protegiéndose los ojos, se levantó del asiento, y con la vista clavada en el suelo, que apenas podía vislumbrar sus zapatos, se dirigió a la puerta corredera para salir.
Las puertas no se abrían.
Una agónica desesperación hizo escapar un pequeño pero profundo y desgarrador grito, casi como un gruñido seco, seguido de una tos nerviosa.
Trató de serenarse y apoyó suavemente la cabeza, precedida por su antebrazo, en la junta de las dos puertas. Aquellas puertas se separaron. Parecía como si aquella serenidad hubiera sido la clave para abrirlas.
Salió del vagón, bajó su antebrazo de la cara y, como si llevara el camino aprendido, se dirigió hacia el final del túnel. Allí le esperaba la Luz.
((Recuerda que, un poco de Luz, puede cambiar tu vida.))
((Recuerda que, un poco de Luz, puede cambiar tu vida.))