Camina furtiva por la ciudad,
aún
anochecida
con
visos de comenzar a clarear.
Húmedas
las calles,
la
brisa marina
le ciñe
a
su cuerpo
el viejo chal,
como
si a un bebé
tratara
de proteger
entre
sus pechos.
Una
frívola y macilenta farola
de
sucia luz vestida,
no cesa de guiñarle su ojo de cíclope;
pareciera
que la invitara
a
la última copa
del día,
de su vida.
Ella,
azarosa,
aligera
el paso
no
sin algún que otro traspiés
torciendo
sus tobillos,
a
causa de los mojados
y resbaladizos adoquines,
y
sus altos tacones.
Regresa
del trabajo.
A cuestas lleva
su
propio cuerpo cansado,
harto de soportar
los
huesos ajenos,
de una carne lasciva.
Cansada lleva la carita
de
tanta sonrisa falsa.
Cada noche, al
llegar a casa,
cansada
se desnuda
lentamente
frente
al espejo.
Ya no son buenos tiempos,
sobre todo porque
sus viejas carnes la delatan.
Y entre dientes masculla
la gloria,
de cuando era la ramera
que más hombres
se llevaba de calle,
y
de la calle al catre.
Su fama la precedía.
Hoy,
sus canas le abrasan
hasta las entrañas.
Está pesada la noche,
no
termina de refrescar.
¡Maldito
verano!
El
viento de levante
pareciera
que se empeñara
en
empapar las sábanas
con el
salitre de la mar.
El
sol, poco a poco,
va desplegando
sus
velas de fuego.
La
ventana, abierta de par en par.
Ni
un triste ventilador
que
remuela
aquel agobiante aire.
Un
ajado y descolorido antifaz,
que algún día fue rosa,
tapa
sus ojos
en
un intento
por
hacerla descansar,
en
un intento
por
apartarla
de
esa odiosa luz solar;
en un intento
por hacerla olvidar
la realidad,
olvidar todos
y cada uno
de
los días
por los que su cuerpo ha pasado
y
aún, si no hay misericordia,
le
quedan por pasar.
Hay noches,
en las que piensa
en su zapatito de cristal,
en su Príncipe Azul.
Y se acuna en sus sueños,
y
sueña,
dónde
estará
su
calabaza convertida en carroza,
su maldita buena suerte,
que pareciera que se esconde.
Ella
se acuna y pregunta,
a
cada una de sus lágrimas,
que
en qué recodo del camino
se
perdió su hada madrina.
Todas,
y cada una de las noches
de regreso del trabajo,
bajo su almohada,
acaricia
aquel zapatito
de plástico transparente
que, un día,
entre escombros,
de pequeña se encontró.
Aún espera.
Mientras
tanto,
entre
el fuego y la escarcha,
su corazón descansa,
cansado
de vivir.
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