–¿Qué lees, abuelo?
–Pues mira, un librito que hace tiempo leí y
anoche lo encontré entre carpetas y documentos olvidados.
–¿Y de que trata?
–Precisamente de eso.
–¿De qué, abuelo?
–Pues de eso, de olvidos.
–Ah, ya, de cuando eres mayor y se te
olvidan las cosas, ¿no?
–Bueno, no precisamente. Trata de
sentimientos.
–¿Y qué son los sentimientos?
–La tristeza es un sentimiento, la alegría
es otro...
–¿Me lees un poco?
–A ver, a ver… Venga, por aquí mismo.
Y comenzó a leer:
“Nos empeñamos, a veces, en
guardar tan bien las palabras... Tan escondiditas, tan bien protegidas las
ponemos, para que no se pierdan y nos duren en el tiempo, que cuando vamos a
buscarlas no las encontramos y pensamos: Maldita mi suerte que no encuentro lo
que busco, que no consigo recordar cual fue el lugar donde la puse. ¿Dónde,
maldita sea, puse aquel ”Te quiero”, aquel “Te amo”? ¿Dónde aquellas palabras
amables y sinceras de cariño? Pero si ella sabe que yo las tengo guardadas y muy bien guardadas, ¿para qué
enseñárselas ahora?, ¿para qué estar continuamente sacándoselas?, ¿para qué? ¿para que se echen a
perder? Ella sabe, que esos "te quiero", esos "te amo", esas tantas palabras bonitas, sólo son para ella y para
nadie más. Y ahora me dice, que la situación en la que estamos, requiere que tenga que demostrarle
que sí, que sí las tengo, y resulta que no las encuentro. A estas alturas ya, es como encontrar una aguja en un pajar. Y por más que
quiero demostrarle y demostrarle que la quiero, que mi amor por ella no ha
cambiado, me pide que le enseñe aquel “Te quiero”, aquel “Te amo” con que la
enamoré. Que no le valen los que ahora le enseño, que quiere los
originales. Maldita sea, ¡y no los encuentro!” Alguien, alguien me las ha tenido que esconder. Pero, ¿quién?
–Bueno, yo creo que con esto ya es suficiente. ¿Qué te ha parecido?
–Abuelo, ¿las palabras se pueden esconder?
–Bueno, es una forma de expresar una idea,
igual que cuando decimos lo de “¿se te comió la lengua el gato?”, cuando
le preguntamos a alguien algo, y no nos contesta.
–Ah, ya.
Aquella cabecita empezó a cavilar. El abuelo
sonrió, pensando si su nieto, debido a su corta edad, sería capaz de digerir
aquella lectura y, justo en el momento en el que iba a levantarse de su sillón
para ir a darle un vistazo a la abuela...
–Abuelo,
yo no seré así.
–Ya lo sé, sirvergonzón, que pareces una
lapa abrazado a la abuela, y que te la comes a besos cada mañana, cuando tus
padres te traen y se van a trabajar. Venga, revisa la cartera, que Juana está
al llegar para quedarse con la abuela mientras te llevo al colegio.
Y el abuelo se levantó y fue a ver a la abuela. Allí estaba ella, tranquila, con la mirada fija en la pared, y respirando
vida a través de su “mascarita”.