Buenas noches,
amigos. Para quienes aún no me conozcan, mi nombre es El Caballero. Sí, con el artículo "El" delante y en mayúscula. No, no soy el Caballero, sino El Caballero, como suena y se escribe. Así me parió Guillermo, sin nombre y sin apellidos. Me creó a la sazón de fabricar" ripias a diestro y siniestro, tiempo ha de esto, en un foro literario
donde, por cierto,
conocimos a "Viento del Norte", a "Viento del Sur",
y a otros tantos, "vientos".
Pues bien, como digo, acordose de mí Guillermo, y a continuación les relato
una historia que, claro, él, Guillermo, atribuye a mis andanzas que, en este caso, no son de "lanza en astillero", sino de amoríos... digamos, tempranos. Tempranos no por mí, sino por... bueno, mejor, lean y atiendan.
Ocurrió,
en el castillo-fortaleza propiedad de don Hermenegildo, conde de… de aquellas tierras, de las que desearía
no acordarme, por otras andanzas que tuve.
Pues bien, fue el tal don Hermenegildo de Osuna, caballero y muy noble señor,
quien me invitó al anuncio de la boda
de Matilda, la mayor de sus hijas,
con don Hernán Núñez,
amigo en gran estima
de la familia, por lo que,
doña Matilda, le fue
reservada en alma y virginidad.
Yo ya sé que en estos tiempos de hoy en día,
eso ya no se lleva… bueno, en ciertas sociedades
que se llaman “avanzadas”
Continúo mi relato.
Estaba yo ensimismado
en los jardines,
rodeado de capullos en flor,
(tómenlo vuesas mercedes
como quieran)
cuando apareció doña Clotilde,
la hija menor
del susodicho don Hermenegildo y hermana de Matilda, la casadera, y se me acercó y, sin venir a cuento,
sin ton ni son, a platicarme comenzó :
—Pan con queso
saben a besos —a lo que, de momento, quedé atónito
ante aquel, en principio, soliloquio.
—¿Eh? -respondí
-repuse algo desconcertado-
Y repitió la doncella:
—Digo que, pan con queso, saben a besos
—¡Ah! —volví a responder
-repuse-
Yo ya sabía, porque me había informado,
que la tal doña Clotilde, mozuela ella,
era de cascos algo ligera y, que su padre, para enderezarla,
quería en un convento encerrarla.
Pues bien,
ante aquellas palabras de la damisela y, pensando qué juego se traería entre manos,
respondí, a fe mía,
sin dilación alguna:
—Tal vez, señora mía,
vuestros carnosos y encarnados labios,
¿pudieran saber mejor?
—Todo es cuestión de probarlos —respondió
Sepan, vuesas mercedes, todos que estáis leyendo esta aventura,
que en osadía
para guerras de espada
y de camas,
nadie me gana.
Mas, consciente era de que aquella dama que ante mí
sus encantos ofrecía,
era tan solo una chiquilla.
Una chiquilla que,
¡vive Dios!
tan descarada ofrecía, sus encantos, y a sabiendas ella, de estar tan suculenta,
que ser bien comida se merecía,
y hasta sus andares,
como en la cochinería. Y perdonen por lo dicho, pero sin esta frase no acertaría.
En un descuido por ella provocado, cómo no,
dejó caer al suelo su pañuelo con un: “¡Oh!, qué descuido”
Mirela yo entonces con aire paternal,
pues bien podría ser mi hija,
y me incliné, y lo recogí como buen caballero que soy.
Recogido ya el pañuelo,
tuve de nuevo que repensar,
que la edad de aquella dama
era una edad temprana
para este caballero. Pero, ya sabemos todos, que la carne es débil y que atendiendo al refranero, que en él, por español, todo o casi todo es cierto, hay un refrán que dice:
El hombre es fuego
y la mujer, estopa.
Llega el diablo y sopla.
En eso estaba mi mente, cuando, de repente...
—¿No me vais a besar —dijo Clotilde- ¿No queréis apreciar
el sabor de mis besos,
el tacto jugoso y carnoso de mis juveniles labios?
¿Acaso vos, caballero tan fornido, apuesto y aguerrido,
teméis sucumbir
ante esta frágil y delicada doncella?”
—Sabed, pequeña dama,
—respondí— que yo sustento la honra de caballero
y seguir manteniéndola quiero,
a costa incluso de vos. Ahora bien, si solo un beso pretendéis. Si tan solo eso deseáis. —no pude dicir más, pues ella me salió al paso diciendo:
—Solo un beso, caballero, es lo que pretendo de vos —dijo casi susurrando con su mirada fija en la mía— y a la vez, de vos aprender.
¡Ay!, me dije yo a mí mismo para mis adentros Ay!, me repetí, "que llega el diablo y sopla".
Y le respondí:
—¿Aprender vos de mí, señora mía?
Ella, aleteó inocentemente sus largas pestañas
sin mediar palabra.
Acerqué entonces mi cara a su oido,
y le dije en tono suave:
—Pues aprenderéis.
Así pues, a lo mío dicho, quedó encantada
dibujando una gran sonrisa
de oreja a oreja
—Cerrad vuestros ojos,
bella dama —le susurré al oido. Y ella, los cerró.
Sin decirle yo nada,
aquellos morritos carnosos,
de rojo clavel reventón,
en alerta y espectantes, se pusieron
muy juntos y apretados en prominencia hacia fuera.
Más bien parecían un fresón en primavera.
Ciertamente bellos, sugestivos... provocativos. La edad, amigos. Toda ella estaba impaciente y a la espera. La ceñí por la cintura
sintiendo entre mis manos "un flan en éxtasis contenido", conforme acercaba mis labios a los suyos.
Ya casi rozándonos con nuestro aliento,
tomé camino ascendente
ofreciendo, mi mejor beso, en su frente.
—¿¡Qué habéis hecho, caballero!? ¿¡Acaso esto es un beso!?” —dijo contrariada.
—Vive Dios, señora,
que esto,
ha sido un beso,
y de mi mejor cosecha
de "besos de buenas noches”
Reverencié y marché
a buscar a don Hermenegildo para conversar sobre campañas de guerra.
Y allí quedó la pequeña doña Clotilde con mis mejores deseos
y mi beso de buenas noches.
Esto es todo, mis queridos lectores.
Espero que se hayan divertido
con la historia.
Yo me divertí en su momento.
Supongo que ella,
algo menos.