Se acorta el tiempo,
se achica.
Se va apocando
poco a poco,
como el que calla
llamando al silencio.
Y la distancia se alarga,
se crece impertérrita
ante la mirada de mis
ojos.
Y se distrae en ver cómo
pasan
las nubes de algodón.
Acaso, todo sea una mentira.
No hay nubes de algodón.
No hay Voz que clame en el
desierto
esta jodida jugada
a la que nos han sentado
frente a frente
en un tablero de ajedrez.
Se aprende jugando.
Pero pareciera,
como que nunca hayamos jugado.
De nuevo otra vez y otra,
y otra vez de nuevo.
No hay barro en los
zapatos
porque no hay zapatos.
Toca andar descalzo.
¿A quién quejarse?
Muro tras muro
la senda discurre
entre zarzales.
Y si no es uno mismo,
¿quién vendrá
a inventar una nueva
guerra?
Siempre matando.
Es, como en el cine o el
teatro.
Es, la vida misma,
que cuando todo parecía
tener un final feliz,
el malo reaparece;
sí, ese malo muy malo, el de siempre.
Ese al que, entre el transcurrir
de la obra, escena tras escena,
lo habíamos olvidado.
Pues va y de nuevo,
se nos aparece
y nos hace la puñeta.
Menos mal que siempre,
y al más puro estilo americano,
los malos siempre pierden,
siempre pagan su maldad,
y los buenos obtienen
el regalo, la recompensa
por su tanto sufrir.
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